Por Martín Toranzo Alfaro
Sólo recuerdo que tomé un autobús urbano en San Luis Potosí en la calle de Insurgentes; el autobús era una mezcla entre la carrocería de un Ford 1935 y un motor con un sonido sin compases. La transmisión era ruidosa y creo que el conductor no era muy ducho en la “volanteada” pues cada vez que hacía un cambio de velocidad, el bastón sonaba como si fuera a explotar. En el interior, los asientos estaban ordenados en sólo dos filas, lo que significaba que los únicos pasajeros que viajábamos lo hacíamos de manera muy cómoda.
El chofer se la pasaba “escabullendo” su rostro; al momento de abordar el camión de una manera muy bien coordinada, lo volteaba, mientras que al mismo tiempo que te agarrabas al tubo que se encuentra detrás de su asiento, arrancaba de manera brusca tambaleando a los pasajeros que subían escogiendo la parada de manera arbitraria.
El criterio para detenerse era completamente indescifrable. Si había más de un pasajero esperando la llegada del camión, sólo el primero de la fila tenía oportunidad de subir. Cuando el autobús se ponía en marcha, el conductor inmediatamente prendía un grupo de pequeños focos que emanaban una luz intensa de manera circular, lo que no permitía asomarte a distinguir las facciones de su cara, salvo la parte trasera de su cráneo, que mostraba una melena de un largo fuera de moda.
Así fue como llegó a subir seis pasajeros, incluyéndome a mí.
Se encaminó con rumbo a la pared que divide la calle de la Estación del Ferrocarril. El viaje inició de manera tranquila tomando la Avenida 20 de Noviembre rumbo a la Alameda, después tomó la calle Manuel José Othón, con rumbo al puente subterráneo que comunica el Barrio Montecillo con la estación de Ferrocarriles. Le grité al chofer que ese no era el camino correcto, pues a través de una de las ventanillas alcanzaba a ver el puente de la calle Universidad. El chofer sólo meneaba la cabeza al ritmo de la música que dejaba sonar el radio “destartalado”, una tonadilla pegajosa que repetía “Yo sé que en los mil besos que te he dado en la boca se me fue el corazón…”
Traté de que alguien me acompañara en mi reclamo y no encontré eco en ninguno de mis compañeros de viaje.
Fue cuando me di cuenta de que dos hileras delante de mi asiento se encontraba esa mujer, cuya silueta me pareció familiar al igual que los demás pasajeros quien hacía oídos sordos a mis esperanzas de que se uniera para reclamar al chofer y escogiera el camino del puente subterráneo.
Les expliqué que era un contrasentido tratar de tomar un rumbo que la mayor parte del año se encontraba inundado. Traté nuevamente de buscar el rostro del chofer en el espejo que está ubicado frente a él en la parte superior del techo, pero lucía borroso, no podía distinguir si era por la suciedad, característica de todo el camión. No era raro en todos los que circulaban por la ciudad; tenían el mismo aspecto.
“Bueno, -pensaba-, y por treinta centavos que cuesta el pasaje no podía esperar un Pullman”.
El conductor siguió sin inmutarse, es más, creo que se divertía con la queja. De pronto, dio vuelta en la Glorieta que está apenas saliendo del puente, y regresó para tomar el rumbo otra vez hacia la Alameda. Su despreocupación era irritante, no entendía el motivo por el cual nos llevaba sin rumbo.
Salimos de la Alameda por la parte trasera del Teatro de la Paz. Tomó la calle Universidad e inmediatamente la de Morelos. Los transeúntes volteaban a ver el camión con un poco de asombro, ya que no era el camino que el letrero de la parte delantera del autobús anunciaba –Ruta Circunvalación-. Por lo que pude ver, ninguno de los pasajeros reparaba en el rumbo que el chofer tomaba. Una señora entrada en años iba sentada en la parte trasera del autobús, junto a la puerta de bajada. Junto a ella, tenía una tina de lámina que en sus buenos tiempos debió ser de un color claro, y que ahora era sólo un recipiente desgastado y maloliente que no dejaba de revisar al mismo tiempo que de su pecho sacaba un pañuelo, del cual sacó unos billetes arrugados y algunas monedas de cincuenta y veinte centavos. La tina despedía un olor parecido al que expelen los establos del rumbo de Soledad. Esto no parecía molestarles a los demás pasajeros; yo era el único que no entendía que estaba sucediendo.
De nueva cuenta se detuvo para subir a un pasajero, que se encontraba sólo frente al mercado Tangamanga; era joven, de unos veintidós o veintitrés años, vestido con un overol de mezclilla desgastado. Subió al camión, llegando hasta la parte trasera y cargó con la tina que llevaba la señora, bajando con ella después de una breve charla; la mujer entró al mercado y desapareció por una de las puertas laterales, mientras que él subió de nuevo al camión. El conductor de nueva cuenta dio la vuelta en la calle de Sevilla y Olmedo, para llegar al Jardín de San Sebastián hasta la calle de Constitución, dando vuelta a la derecha.
En ese momento, saqué de la bolsa del pantalón un reloj sin correa para sujetarse que cargaba conmigo siempre. Eran exactamente las seis y treinta de la mañana.
Dos mujeres de negro con una imagen que no pude distinguir, enmarcada en un vitral de cristal claro y algunos arreglos florales maltratados de alguna virgen, subieron más adelante. Sus hábitos eran de color café desgastado, lo que les daba un aire de respetabilidad, pero su actitud despreocupada cambió una vez que se dieron cuenta de mi presencia. Era claro que mi curiosidad las incomodaba. Debajo de la imagen, distinguí un pequeño baúl que se utilizaba para colocar dinero, con una perforación a manera de alcancía y un pequeño candado de color cobre oscuro.
Cada vez me sentía más confundido, yo había tomado el autobús para ir a la escuela que se halla en el Jardín de San Miguelito, y sin embargo, se alejaba más de mi destino. Fue cuando comencé a sentirme más bien como un intruso entre los pasajeros. No éramos más de diez, pero yo era el único que volteaba a todos lados buscando un apoyo a esta protesta, que se volvía más callada. Era como si de pronto hubiera aceptado ser parte del grupo y tomé una actitud pasiva y desconcertada. Pensé que me daría tranquilidad, así que dejé de poner atención en lo que pasaba y decidí bajarme. Me levanté para jalar el timbre dos veces, sin que el chofer atendiera mi llamado.
Fue una cuadra antes del rastro municipal que el chofer paró, me bajé y me dirigí caminando con rumbo a San Miguelito; aún tenía suficiente tiempo para llegar, así que no me apuré. Eché una última mirada al autobús y observé el ascenso de otros tres pasajeros, que llegaron casi corriendo; eran muchachos jóvenes que llevaban puestas cachuchas de beisbolista que se quitaron al subir. La mujer que me parecía conocida hizo una señal, despidiéndose de mí a través de una ventanilla, pero no pude distinguir su rostro.
Mi día pasó sin más contratiempos; a la mañana siguiente, a la entrada de la escuela, encontré a dos de mis amigos riéndose de algo que debía de ser muy divertido. Me acerqué a ellos y comenzaron a contarme.
– Ayer en la mañana un ladrón tomó un camión urbano, y junto con un grupo de familiares, robaron la iglesia de San Sebastián, luego el rastro. Los capturaron porque se quedaron sin gasolina cuando pasaban por el Charco verde. Era la familia de Amalia ¿La recuerdas? Estaba con nosotros. Ella también está detenida.
Cuando oí la historia, me quedé callado