“A veces hace falta alejarse de las cosas, poner un mar de por medio, para ver las cosas de cerca.” (Alejo Carpentier Concierto barroco)
Las novelas de viajes involucran varios ordenes de desplazamientos: el más evidente es el espacial, el segundo el del recuerdo y el tercero, el simbólico.
En ellas nos aventuramos a mapas y caminos tan lejanos como profundos.
La novela
Como narración prolongada que se vale de las posibilidades de significación del lenguaje, uno o varios personajes, una historia –o varias historias- que es desarrollada –o son desarrolladas- en un tiempo y un escenario, o la puesta en acto de ideas, la novela es un vasto cajón de sastre donde hay posibilidad de encontrarlo todo.
Sin embargo –más allá del simple hecho de contar una historia- demanda sus exigencias: las de producir lecturas múltiples, albergar distintas capas de significación y el detenimiento en el lenguaje y, como veremos, acrece en densidad con la experimentación que muchos autores hacen con ella en pos de expresar algo propio de una manera diferente.
Como lo expresó Baudelaire (L´art romantique) “La novela y la novela corta tienen un maravilloso privilegio de maleabilidad. Se adaptan a todas las naturalezas, abarcan todos los asuntos y apuntan, a su manera, a diferentes objetivos. Ya es el seguimiento de la pasión, ya la búsqueda de la verdad: una novela habla a la multitud, otra, a los iniciados: ésta narra la vida de épocas desaparecidas, y la de más allá, dramas silenciosos que se desarrollan en un solo cerebro. La novela, que ocupa un lugar tan importante junto al poema y a la historia, es un género bastardo cuyo dominio es verdaderamente ilimitado. Como muchos otros bastardos, es una criatura mimada por el destino, a la que todo le sale bien. No sufre más inconvenientes ni conoce más peligros que su infinita libertad” (Ouvres Complétes. París, Gallimard, Biblioteque de la Pléiade, 1958, pág. 1.036).
La novela es un “genero bastardo” porque no surge de los géneros clásicos: épica, narrativa y drama. Heredero, en gran parte, de la épica adoptó en la Edad Media el nombre de romance: una narración en lengua vulgar. De allí el irónico calificativo de “bastardo” al que se refiere Baudelaire.
La novela se desarrolló según las demandas narrativas de historias, autores y lectores. Quizás por eso sea posible encontrar en ella lugar para todo y, acaso más que nada, para la reflexión profunda sobre la condición humana a partir de la experimentación formal inherente al género.
El viaje
En el primer capítulo de Las puertas del cielo (“I. El instante idéntico (Mar del Plata-Río Colorado”)[1] escribí:
“Las historias de viajes hacen y no hacen al viaje; son variaciones de algo que en sí se reduce a dos elementos universales que van más allá de las historias que los encarnan: el descubrimiento de lo desconocido y el regreso a casa.
Todos se reducen a dos matrices y a dos viajeros: Marco Polo y Ulises.
Salir de lo conocido sin saber qué se encontrará, si se podrá volver, si el viaje nos cambiará en ese enfrentamiento con los riesgos inimaginables y la incertidumbre de no saber si podremos reconocernos en aquel lugar al que intentamos regresar. La China de Marco Polo es el lugar donde todo es nuevo y nada resulta predecible y al cuál sólo se puede ir.
La Ítaca de Ulises es el lugar que fue dejado y al cual se vuelve porque algo nos espera. Para volver hay que atravesar pruebas, desafíos, riesgos. No sabemos qué sea posible encontrar allí al cabo de los años que duran nuestras guerras. Ítaca es el lugar más íntimo al cual sólo se puede volver.
Si el viaje es verdaderamente profundo contiene a la vez la sensación de lo desconocido y del regreso, porque sólo se puede regresar luego de haberse aventurado a lo que está más allá y romper las referencias conocidas, lo que nos prueba y nos cambia. Somos a la vez Ulises regresando a esa Ítaca interior y Marco Polo que se aventura a lo que queda más allá.
El viajero es un eterno peregrino, descubridor de sí mismo que en su marcha busca a la vez que el lugar propio, lo nuevo, lo sorprendente y lo que estaba antes de todo eso.
Qué clase de viaje era el mío”.
La novela parece el ámbito ideal para bucear en la pregunta acerca de qué buscamos y qué descubrimos en ese acto de dejar lo conocido, aventurarnos a lo deseado y la vez descubrir y extrañar.
Pocas novelas trabajan este tema de una manera tan profunda como La modificación (1957), de Michel Butor (Mons-en-Baroeul, 1926-2016), claro ejemplo del objetivismo francés, o nouveau roman.
Enrique Wernicke (Buenos Aires, 1915-1968), un escritor marginal, que había sido agricultor, titiritero y fabricante de soldaditos de plomo, anticipó sin embargo estas técnicas narrativas en su novela En la ribera, de 1945, publicada diez años después.
Seamus Stevens
Hay otras narraciones de itinerarios, como La motocicleta (1963), de André Pieyre de Mardiargues (1909-1991), Los pasos perdidos (1953), de Alejo Carpentier (1904-1980), y The remains of the day (1989, edit. faber and faber), de Kazuo Ishiguro (Nagasaki, 1954), escritor educado en Inglaterra. La Película de James Ivory (1993) (Lo que queda del día en la versión en español) guarda en su traducción el sentido de la obra, cuya cronología es más compleja y cuya escritura presenta como rasgo saliente el planteo de un personaje (el mayordomo Seamus Stevens) vacío de sentimientos.
Siempre se lo muestra desde afuera y su discurso hace a la posición que ocupa, sin que podamos saber si debajo de éste existe otro discurso que para el personaje permanece como algo imposible de expresar y que atañe a su propia interioridad. A diferencia de La motocicleta, es una clara novela de personajes.
La peregrinación de Stevens es en pos de esos sentimientos, en esa altura en la que una vida empieza a valorarse a sí misma por la esperanza de lo que resta por vivir, y por buscarlo en un momento mágico: aquel donde se encienden las luces de un espigón para celebrar a la naciente noche. En esa secuencia, a diferencia de en la película (en la cual está con el personaje de Miss Kenton), dialoga con un anciano que luego le tiende un pañuelo. Es este gesto y no el narrador, lo que denota que Stevens ha llorado.
Por ese recorrido, discurre la tradición de su estirpe de mayordomos y las circunstancias políticas de la Inglaterra de la década del 20 y del 30 evocadas al momento de la narración (1956). Los seis capítulos coinciden cada uno con una jornada de su viaje, el que lo saca por primera vez de Darlington Hall y los raccontos van produciéndose en este recorrido.
Un erotismo lírico y ritual
La Motocicleta, es, pese al discurso desde lo visual y los objetos, una novela lírica:
“…mientras a su espalda los pinos superpuestos por la velocidad se acercaban en el espejo retrovisor como los muros de agua del mar Rojo tras el pueblo de Israel. Habiéndose desembarazado del imaginario faraón que, si hubiera querido perseguirla, habría sido tragado por la oscura ola…”, André Peyrie de Mandiargues, edit. Seix Barral, Barcelona, 1970, pág.17).
Narra la carrera entre Haguenau, en Francia y Heidelberg, en Alemania, de Rébecca Nul para ir al encuentro de su amante, Daniel Lionart, en una poderosa motocicleta Harley Davidson, regalo de Daniel, en la que hallará la muerte al chocar con un camión con la esfinge de Baco pintada en la parte trasera:
“El muro verde parece precipitarse a casi ciento treinta kilómetros por hora, y el Baco coronado de espigas llena por completo el campo visual de Rébecca…un rostro desmesuradamente sonriente va a engullirla, (y la contempla con infinita alegría, que es lo mismo que una tristeza sin límites), un rostro humano, o sobrehumano, el último y tal vez el auténtico rostro del universo” (pág.187).
Es una novela del movimiento, donde los personajes son más que nada fuerzas que impulsan la narración: carecen de densidad y autonomía y sirven al narrador para desarrollar su discurso lírico y evocativo, de sensualidad, de recurrencias al amor físico como al oficio de un ritual, con la presencia velada de símbolos de muerte jalonando ese último viaje; entre ellos, el río infernal y ciertos anuncios, como una espectral estación de servicio, blanca y negra, que parece un mausoleo, en la cual un hombre de rojo invita a entrar a Rébecca.
Ella ha salido de su casa muy temprano, sin reloj y casi sin dinero y en su recorrido busca, infructuosamente, tener una medida de ese tiempo extraño en el que fluye, que constituye a la vez su último tiempo de vida. En el propósito de demorar la llegada a Heidelberg (dado que es muy temprano), se detiene varias veces, en las que operan los raccontos de otros viajes y de su relación con Daniel.
Es una obra de puro fluir discursivo donde se narra a partir de todo aquello que desfila en el movimiento, visto desde la motocicleta de Rébecca, o desde la Guzzi de Daniel, en la realidad de objetos, bosques y casas, la irrealidad del sueño, y la atmósfera sugestiva de otros lugares (la habitación blanca, la habitación encarnada, el hotel).
Roma eterna
La modificación entraña una propuesta distinta y compleja, que de algún modo se corresponde con la edificación estratificada de Roma, donde las construcciones contienen antiguas estructuras anteriores y se sostienen en ellas.
Externamente, la acción narra el viaje de Léon Delmont desde París a Roma el 15 de noviembre de 1955, con el propósito de abandonar a su esposa (Henriette) y sus hijos, buscar a su amante (Cécile), y llevarla a París para vivir con ella. A la manera de la tragedia clásica, se divide en tres partes y la unidad de tiempo y lugar está en que la acción transcurre en el camarote del tren, durante ese viaje de algo más de 23 horas.
A partir de esta propuesta, la obra (escrita en segunda persona) se construye con un rigor absoluto. A cada final de capítulo corresponde la llegada a una estación y se encuentra dividido en secuencias que siguen determinado ritmo, de acuerdo a los propios del viaje:
“Así, la disposición de estas notas obedecen a criterios de composición formal en los que rige la siguiente ley: toda secuencia precedida por ´pasa la estación de…´ ´al otro lado del pasillo…´ ´más allá de la ventanilla…´introduce un episodio del presente, del futuro, o del pasado reciente; mientras que las secuencias precedidas por ´sobre el piso de hierro…´o por ´un hombre asoma la cabeza…´introducen siempre un episodio referido a un pasado mucho más lejano con Cécile o con Henriette” (3. ´La modificación´. Pautas para una lectura crítica.”3.2. Elementos innovadores de la estructura narrativa. 3.2.1. Discontinuidad narrativa y alteración del eje cronológico”. Estudio preliminar de La modificación, edición de Lourdes Carriedo).
Al mismo tiempo, luego de cada racconto, la mirada del personaje se detiene sobre las cosas y el presente es narrado a partir de los objetos más insignificantes cuya presencia reiterada se convierte en un leimotiv.
Ante el recuerdo del personaje desfilan sus anteriores viajes en el mismo itinerario: con su esposa, de luna de miel, con su amante, entre Roma y París, su próximo regreso del que lleva a cabo y uno futuro con Henriette.
Un viaje es todos los viajes y emprenderlo desata una corriente de la conciencia que, por medio de observaciones puntuales, recrea las vidas de los personajes a partir de la significación de Roma en las épocas que son objeto de evocación. Esta corriente está plasmada como si se tratara de los túneles que el tren debe atravesar. Igual que en Il Gattopardo[2], el tren puede ser un hecho de
[2] “Se había empeñado en que regresaran por tierra: decisión imprudente a la que el médico se había opuesto; pero él había insistido y era tan importante aún la sombra de su prestigio que se había salido con la suya; con el resultado de que luego había tenido que pasarse treinta y seis horas encerrado en una caja al rojo vivo, ahogado por el humo de los túneles que se repetían como sueños febriles, enceguecido por el sol en los tramos a campo abierto –reveladores como los golpes de la vida- “ (Giuseppe Tomasi di Lampedusa El Gatopardo. Parte VII Julio de 1883. Altaya, Barcelona, 1996, pág. 245. Del mismo modo: “El iniciar la lectura de una de estas frases supone introducirse en uno de esos túneles que proliferan en el trayecto París-Roma; no se sabe cuánto va a durar ni a dónde va a desembocar, pues recorre los meandros sinuosos de la memoria y de la conciencia” (Michel Butor, ob. cit. 3.2.2 Por una lectura activa. La perspectiva de la narración, pág. 30)
pesadilla: los oscuros túneles tienen un principio pero se sumergen en una noche absoluta que se sabe cuándo comienza pero no cuándo termina.
Una vez llegada cierta altura del trayecto su propósito inicial comienza a desquebrajarse hasta que el personaje termina renunciando a tal propósito. Ello sucede especialmente luego de una secuencia de sueño, que se enuncia como un micro relato dentro de la narración, sueño del que a veces es sacado por circunstancias del viaje.
La “modificación” entraña así una ironía: el personaje cambia aquello que había decidido pero por no ser capaz de cambiar las condiciones de la vida burguesa y de seguridad en las que se encuentra. Irónicamente cambia su decisión para no cambiar su vida, con lo cual, la modificación aludida, en realidad no existe, es más bien una no modificación.
El personaje repara en los otros viajeros, primero como un recurso de la narración (objetivista) y luego para evitar pensar en el conflicto desatado por aquello que ha decidido y que, finalmente, no levará a cabo.
Quizás lo que defina a esta no modificación sea la propia Roma, a la que todos los caminos conducen. Desde sus monumentos, desde los hallazgos del personaje, desde sus paseos, y desde esa presencia misteriosa, antigua y originaria, Roma impone un misterio poderoso y una atracción mágica, intemporal. En una obra que parece realista, el sentido de Roma es el de una eterna y fantástica presencia, tanto más fantástica porque proviene de un inescrutable y poderoso pasado.
Si el personaje acabara por vivir en París con su amante, ella se encontraría desinvestida, despojada de ese carácter misterioso adjudicado por la ciudad eterna y entonces la vida con ella sería rutinaria igual que con Henriette.
Las claves de la novela son tan numerosas como las referencias literarias: La Divina Comedia; La Eneida, las cartas del emperador Juliano el Apóstata: es el tránsito misterioso y fantástico tanto como la necesidad de salvación por la escritura. Qué si no eso son las cartas donde es plasmado aquello que más nos interesa decir y que al mismo tiempo intentan romper la incomunicación.
El descenso
Al plano de lo simbólico (los objetos) debemos agregar el de lo mítico. Es una novela en torno al viaje mítico e iniciático. En el micro relato que narra su caída en el sueño, hay un descenso a las tinieblas donde el personaje encuentra a la sibila de Cumas (la misma que en Yo Claudio (1934) profetiza, por medio de versos cifrados, a Tiberio Claudio que será emperador y que en dos mil años, hablará con claridad, con lo cual, en el orden de la ficción, también profetiza la novela de Robert Graves (1895-1985), ya que el discurso de Claudio es justamente esa novela). La sibila, a su vez, conduce a Eneas a los infiernos y le dice:
”…porque nadie emprende un viaje como éste, tan peligroso, si no tiene unas razones muy precisas, muy meditadas y de mucho peso” (Michel Butor, ob. cit., edit. Catedra, Madrid, 1988, pág.255/256)
Léon Delmont lleva una guía azul de viajes, que termina por ser un símbolo de la guía de los descarriados y al final de su trayecto, también se propone escribir un libro (el que el lector acaba de leer). Vemos que tanto Yo Claudio como La modificación, profetizan su propia escritura, que ya está producida y en manos del lector.
En secuencias del micro relato, intercaladas en la acción de la novela, dadas paralelamente a la noche que Léon Delmont pasa en el camarote, es conducido hacia las regiones donde el barquero de los infiernos lo cruza en su nave, hasta atisbar la presencia fantasmal de un animal, la propia loba romana. Ha llegado al origen en ese sueño-descenso, oscuro y fantasmal. Nunca podrá ir más lejos
Ya no será el mismo al regresar. Nunca podrá volver a serlo.
Las cosas son una apariencia y bajo el mundo visible, se agita otro. Nuestro viaje, bien puede consistir en ignorar o bien en descubrir, porque todos, cada día, también emprendemos un viaje mítico a través de aquello que pensamos conocido, sin que acaso sepamos, sin que acaso podamos siquiera imaginar, la honda agitación de todo aquello que, debajo de nosotros o a nuestro alrededor, nos está deparando su poderoso mensaje.
Sólo nos percatamos de esas apariencias cuando alguna vez se produce una grieta, algo acaso brutal, inesperado que nos diga que ese mundo que pensábamos conocido y seguro, es sólo eso, una apariencia, la de algo en verdad mucho más accidentado e insondable.
Todos acaso descubriremos, o hemos descubierto, alguna vez, el verdadero rostro del universo “un rostro humano o sobrehumano” y “su infinita alegría, que es lo mismo que una tristeza sin límites”.
Eduardo Balestena
Antología:
The remanis of the day
“The pier lights have been switched on and behind me a crowd of people have just given a loud cheer to greet this event. There is still plenty of daylight left –the sky over sea has turned a pale red- but it would seem that all these people have been gathering on this pier for the last half-hpur are now willing night to fall. This confirmes very aptly, I suppose, the point made by the man who until a little while ago was sitting here beside me on this bench. His claim was that for a great many people. The evening was the best part of the day, the part they most looked forward to. And as I say, there would appear to be some truth in this assertion, for why else would all these people give a spontaneous cheer simply because the pier ligth come on?
Kazuo Ishiguro The Remains of the Day, Cap. Six Day six- Evening Weymouth; FF, Lobres, 1996, pág. 252
La motocicleta
“En medio de esa niebla (o fuera de esa niebla), aparece de pronto una gran estación de servicio, que por su misma novedad se presenta bajo un aspecto irreal y vagamente espectral. Blancos son los postes, blancas las mangueras de caucho, de un blanco tan puro que cualquier comparación con la nieve, el yeso o la leche quedaría muy por debajo de la verdad, las piezas de aluminio o de metal niquelado tienen un esplendor sin mácula, el cuerpo del edificio es totalmente negro, como si en un bloque de antracita se hubiera abierto una puerta y tres ventanas antes de colocar unas enormes letras blancas que forman el nombre de una sociedad petrolera. Los andenes son mosaicos que parecen también de carbón. A los ojos de Rébecca, el conjunto es como una esquela de defunción (o mejor dicho su negativo), materializada en las tres dimensiones, y la joven corta el gas y aprieta el pedal del freno; siempre ha sido muy sensible a los contrastes violentos de blanco y negro, y el singular aparato de aquél le fascina de tal modo que no puede por menos de detenerse a unos cuantos metros de los postes. Entonces se abre la puerta, y de aquella especie de mausoleo sale un hombre de gran estatura, de cabellos crespos y oscuros y que lleva un mono rojo, de brillo ´químico´ (Piensa Rébecca, demasiado femenina para no percibir la maliciosa llamada de los tintes y tejidos sobrenaturales). Los tres colores, así reunidos son los de una bandera que varias veces, en un pasado reciente, hizo temblar a los pueblos del mundo entero por su fama de barbarie, y el último aparecido es inseparable de la gran corriente sexual que brota de la noche y de las profundidades del inconsciente. El hombre, como si también él estuviera fascinado por la moto y la motorista, llega hasta el extremo del oscuro andén, y con un ademán (que pretende ser) invitador señala un poste a Rébecca. El de súper, por supuesto, pero la joven, que acaba de ajustarse las gafas, no hace más movimiento que girar un poco el mando de admisión, para sentirse protegida por un motor potente y presto. Pues el miedo la embarga y paraliza, un miedo extraño a ese hombre al que no puede sino mirar fijamente y del que se dice a sí misma que es la imagen exacta del ´verdugo´ trasladada de los cuadros antiguos a una situación moderna.”
André Pieyre de Mandiargues, La Motocicleta, Biblioteca Breve de Bolsillo. Seix Barral, Barcelona, 1970, pág. 102.
La modificación:
“Un hombre asoma la cabeza por la puerta, mira a derecha e izquierda, se da cuenta de que se ha equivocado de compartimiento, se aleja y desaparece.
A la Stazione Termini, a esa frontera en la que se detenía habitualmente su vida en común con Cécile, a esa frontera que logró franquear provisionalmente con ella hace un año, usted había llegado hace poco menos de tres años, cuando todavía no había ido nunca por vía Monte della Farina, cuando Roma representaba para usted la soledad, una mañana de invierno, antes de salir el sol, en compañía de una Henriette cansada por el viaje y a quien usted amaba todavía o al menos de quien no sabía que comenzaba a distanciarse porque no había ninguna otra persona con quien se impusiera una comparación; de una Henriette que el desprecio había llevado ya a endurecerse y a aislarse, propiciando su envejecimiento y destrucción, pero que le perdonaba todo por ese viaje tantas veces aplazado y que tanto había deseado repetir, a esa ciudad que tanto había deseado volver a ver y donde ella también, como usted sabe ahora, buscaba un rejuvenecimiento que no le fue concedido, el lazo con una preguerra, que era cuando ella la había visto por última y única vez, un lazo que tanto se había enmarañado y deteriorado desde entonces.”
Michel Butor, La modificación, Segunda parte, Cap. V Edit. Cátedra, Madrid, 1988, pág. 191/192.
[1] Edit. Pukiyari, 2016, pág. 14.