Por Eduardo José Alvarado Isunza
Carranza parecía una estufa encendida. Series de focos habían sido puestos alrededor de los troncos de las palmeras en el camellón, debido a una tradición que obligaba a gobiernos laicos a adornar las calles con motivo de la celebración del nacimiento del supuesto hijo de dios.
Esa línea de luz contrastaba con franjas de oscuridad en las aceras. También escaseaban los adornos y el ambiente de austeridad era acentuado por una miserable presencia de imágenes alusivas a personajes bíblicos o de la temporada invernal, que pendían de algunos postes. Por eso, ante los ojos de quienes pasaban por ahí aquello era la visión de una hornilla en una cocina semioscura.
Esa línea de luz contrastaba con franjas de oscuridad en las aceras. También escaseaban los adornos y el ambiente de austeridad era acentuado por una miserable presencia de imágenes alusivas a personajes bíblicos o de la temporada invernal, que pendían de algunos postes. Por eso, ante los ojos de quienes pasaban por ahí aquello era la visión de una hornilla en una cocina semioscura.
No era, sin embargo, la pobreza de adornos la causa por la cual caía una sombra de tristeza en esas fiestas. En la víspera había sucedido una devaluación de la moneda. Debido a eso, muchas personas y sus familias enfrentaban problemas para subsistir. Numerosos negocios estaban arruinados e infinidad de gente había perdido el empleo.
—¡Qué jodidos! Creen que con unos foquitos en las palmeras vamos a pasarla contentos —reprobó en silencio, luego de doblar por Muñoz y entrar a Carranza, encontrándose con esa hilera de palmeras iluminadas y observar cómo ésta iba perdiéndose a la distancia, fundiéndose en un punto de luz.
Eran las 8 de la noche del 24 de diciembre y todavía circulaban demasiados autos por las calles de la ciudad de San Luis Potosí. Muchas personas estaban dirigiéndose aprisa a los centros comerciales, con la intención de hacer sus últimas compras; otras andaban rumbo a bares y restoranes, donde beberían alcohol con sus amigos y brindarían por una fecha corrompida por el mercantilismo y los sentimientos negativos. A pesar de las penurias, había quienes medio resolvían las presiones del consumo gracias a los aguinaldos que obtenían en sus empleos; o bien, pagaban con tarjetas de crédito y contraían mayores deudas.
En la mayoría de las cabezas existía la idea de que debían obsequiar cosas y celebrar con vinos y manjares, a pesar de que sus conductas estuvieran gobernadas por la degradación. Ya verían como pagar el siguiente año. Era difícil sustraerse a las seducciones que los objetos ejercían sobre el ánimo de las personas. Como si hubiese unos hilos poderosos e invisibles que hicieran posible su funcionamiento, la maquinaria comercial gobernaba perfectamente y los aparadores de las tiendas ejercían su hechizo.
Más adelante detuvo el coche en un cruce y esperó la señal de pase. Llevaba encendido el radio y abundaban los anuncios con tonaditas navideñas. Todos invitaban a comprar, beber, comer, tener, celebrar.
Miraba entristecido las palmeras cuando rompió el silencio en que iban.
—Parecen soldaditos —dijo.
—¿Qué? —preguntó ella.
—Las palmeras. Mira. Son un ejército de soldaditos de luz. Creí que eran cerillos. Pero más bien parecen soldaditos en traje de gala.
Ella sonrió. Su expresión la hizo verse más hermosa. El labial color cereza y efecto húmedo transformaba su linda boca en un gajo de fruta. Su cara morena enmarcaba su sonrisa, sus dientes blancos y sus ojos gatunos. Iba guapa y perfumada.
—Pero faltan más adornos y luces. Mira cómo está oscuro. Es cierto que no hay dinero. Pero también roban mucho —afirmó y volvió a quedarse callado, sumido en sus pensamientos.
Ella portaba un recipiente con un guiso de rajas de chile con queso y crema. No era un platillo sofisticado, como aquellos que acostumbraban prepararse para festejar estas ocasiones. Pero sabía rico y no había para más. El último año habían sobrevivido de las clases que él difícilmente conseguía en colegios particulares y apenas obtenían lo necesario para alimentarse. Su negocio consistía en venta de artículos de plata y oro en oficinas de burócratas que acomodaban a crédito. También había quebrado, como muchos, con la devaluación de la moneda.
Ellos mismos dejaron de pagar la hipoteca de la casa. O comían o pagaban, esa era la cuestión. Habían optado por lo primero y tomaron el riesgo de que el banco les echara de la vivienda. Con frecuencia sufría con la idea de toparse con la escena de hombres arrojando sus muebles y cosas familiares a la calle. Sobre todo le afectaba imaginar cómo impactaría en los niños ver sus camas y juguetes puestos a la intemperie por abogados y policías.
A pesar de sus dificultades eran felices. Ella era solidaria y comprensiva. Todas las noches invocaba a sus santos y pedía su protección. Los niños eran pequeños y todavía no muy exigentes, de modo que con cualquier obsequio resolverían sus fantasías de levantarse al día siguiente y encontrar un regalo, puesto al pie del árbol por mágicos y misteriosos personajes.
Sólo quedaba el auto que utilizaba en su ahora quebrado negocio. Necesitaba un ajuste y llantas nuevas. Tendría que venderlo a cualquier oferta. De modo que no había forma de pensar en una cena con bacalao noruego, pavo relleno, galletitas untadas con caviar, pollo a la galantina, lechón a fuego lento, pistaches, quesos europeos, vino blanco alemán y alcoholes de marca, como esas cenas que anunciaban por radio. Sería suficiente con rajas de chile con crema, frituras de bolsa, cocacolas y aguardiente barato.
Aparte a casa de su madre irían sus hermanos y uno de ellos mantenía la tradición de esclavizarla a ella todo el día en la cocina, con objeto de conseguir un guajolote relleno y horneado. Él no compartía esa idea de meter a su madre todo el día a la cocina, pero tampoco encontraba solidaridad en sus hermanos. Además parecía efectuar ese trabajo con gusto, como si esperase obtener una bendición. O quizás estaba resignada a ejecutar esa labor para mantener a sus hijos reunidos esa noche con ella. Por otro lado, sus hermanos llevarían sus propios guisos; y ya, entre todos, disfrutarían una rica cena.
En el asiento trasero del coche viajaban sus dos hijos. Iban en silencio: el niño dormido y sujeto a una silla de viaje y la niña contemplando callada aquellas palmeras iluminadas y los coches. Al encender el pase del semáforo, quitó el pie del clutch. Lo hizo torpemente, de modo que el carro sacudió y hundió pronto el pie en el pedal para evitar un pare del motor. Detrás escuchó una enfrenada brusca de otro coche y un pitazo. Afortunadamente no sucedió un accidente, sólo que el guiso salpicó y unas gotas del caldo mancharon el pantalón de ella.
—¡Oye, ten más cuidado! Mira como quedé. Siempre tengo que andar como chacha. Es la última vez que me ponen a guisar este día —dijo, molesta.
—Disculpa. Te ves tan bonita. El próximo año compramos pura botana, chiquita —y le besó con ternura en los labios—. Con eso sería suficiente, nomás contigo y los niños —agregó.
Detrás de ellos tronó un desafinado concierto de claxonazos. Volvió a poner velocidad y arrancó. Ahora avanzaron suavemente por el pavimento. Éste parecía un estanque poblado con pescaditos de colores.
¿Y tú qué crees, cómo le iría a mi mamá? —preguntó—. ¿Habrán aceptado mis regalos?
Antes había vivido con otra mujer, con quien tuvo otros dos hijos. No había sido un buen divorcio. Cuando comenzó a salir con su actual esposa, su ex mujer comenzó a crear problemas para alejar a los niños. Un fin de semana los entregó con ropas mojadas con la intención de molestarlo. Utilizaba a los niños para impedir que sus hijos se involucraran emocionalmente con otra mujer, como si estuviese en peligro su cariño.
A fin de evitarles complicaciones emocionales, un día decidió ausentarse por completo y dejar de verlos. Pero su recuerdo le deprimía constantemente y de esa tribulación sólo salía con ayuda de su actual mujer y de los hijos de ambos.
—Pues ojalá que bien. Aunque ya sabes cómo es ella y quién sabe qué cosas les haya dicho a los niños —respondió, regalándole su mirada de gatita.
Desde que los abandonara, procuraba enviarles obsequios en esta época, quizás para neutralizar un sentimiento de culpa. Debido a la temporada, inevitablemente su recuerdo le afligía. Creía que sus regalos serían una forma de recompensarlos y alimentar en ellos un grato recuerdo de su padre. Sin embargo, ese año estaba limitado de dinero y sólo había podido enviarles unas baratijas, un sobre con billetes de baja denominación y una tarjeta.
Por otro lado, también se había visto obligado a dejar de pagar la hipoteca del apartamento donde aquellos niños vivían con su ex mujer. No era una construcción grande ni lujosa. Pero en el último año había dejado de cumplir con aquello que había asumido como su obligación.
—Cómo me hubiera gustado enviarles más regalos. Tú sabes, deseo lo mejor para ellos. A ver si no me los avientan. Tantas cosas que hubiera querido enviarles —dijo apenado.
Ella trató de animarlo:
—¿No dices que la felicidad no puede comprarse en una tienda? ¿Cómo puedes creer que unos regalos puedan hacer feliz a alguien o ganarse su cariño?
—Tienes razón —aceptó—. Así soy de contradictorio. Quisiera no serlo y no deprimirme por cuanto les falta. Pero no puedo.
Acongojada ella misma, intentó animarlo:
—Ya crecerán y tendrán su propio juicio.
Sin embargo, él continuó abatido por el recuerdo de aquellos hijos a quienes ya no veía ni era posible mantener contacto. Siguieron callados, escuchando los mensajes que apuraban a comprar, desear, pedir, satisfacer, beber, hartarse. Media hora después llegaron a casa de su madre. Todavía no estaban allí ni sus hermanos ni sus familias. Olía rico y la estufa proporcionaba un calor agradable. Fueron a acomodarse en una mesa de la cocina, donde la señora llenaba las entrañas de un guajolote con carne molida de res, pasas, aceitunas y almendras.
Impaciente se dirigió hacia un frasco de donde tomó un puño de almendras, las echó en la boca y preguntó:
—Y… dígame, ¿cómo le fue?
La señora miró a su hijo y restregó las manos en el delantal. Su movimiento expresó dolor. En sus ojos apareció un brillo, como si alguien hubiese incrustado en ellos unos vidrios.
—Hazte una cubita.
En sus palabras anticipó lo sucedido y él sintió un alfilerazo en la nariz y agua en los ojos. Tomó una botella de brandy y preparó una bebida con refresco. Miró a su mujer y le ofreció. Ella aceptó y después ambos estuvieron mirándose y dando pequeños tragos. Luego, estuvo dispuesto a escuchar, pero la tristeza estaba hundiéndolo en un pozo.
—Me fue mal. Y, por favor, ya no les mandes nada. Déjalos con su madre, que sepa entendérselas. Déjalos que hagan su vida con ella, como pueda.
Y agregó:
—Los niños estaban felices por verme y corrieron por sus regalos. Me besaron y abrazaron. “Abuelita”, me dijeron. Tomaron sus regalos y trataron de abrirlos. Uno de ellos hasta frotaba sus deditos.
Relataba con la vista puesta en un punto en el infinito.
—Su madre les pidió devolverlos. Les dijo: “devuelvan esos regalos”; y ellos obedecieron. Le pregunté por qué hacía eso, que los niños no tenían culpa de sus diferencias. Y me contestó que era por dignidad. Dijo que un día encontró a los niños llorando, porque iban a echarlos del departamento, porque no pagabas la hipoteca y no sabías como sacarlos de ahí.
Todo eso lastimaba el alma de su madre.
—Le dije: “Mira, es Navidad. No seas así de orgullosa. Hoy perdonamos todo.” Traté de hacerle ver que los niños no tenían culpa de sus problemas. Pero, es necia y orgullosa. Y pues… no aceptó.
Con voz entrecortada, recomendó:
—Mejor olvídate de ellos. Los niños son suyos. Ya el tiempo les curará.
Él sintió una liga en la garganta y otros desgarramientos en la nariz. Amaba profundamente a sus hijos. Pero debía aceptar distanciarse de ellos y dejar que la historia hiciera su trabajo. Tuvo deseos de llorar como si acudiera a sus entierros. Estuvo a punto de hacerlo y refugiarse en un sitio donde nadie lo viera. Podría retirarse al cuarto que ocupaba cuando había vivido de soltero en casa de su madre, echarse en la cama que ella todavía mantenía con ropa limpia, dormirse hasta el día siguiente o quizás emborracharse.
Sin embargo, en labios de su mujer descubrió un terrón de azúcar. Enseguida vio a sus hijos que entraban y salían de la cocina, sin saber de las cosas que sucedían a su alrededor. Ella y sus hijos le dieron ánimo para recuperarse.
Recordó los argumentos que su mujer le diera en el camino y de un sorbo bebió el contenido del vaso. Abrazó a uno de los niños y lo sentó en sus piernas, acarició su cara y olfateo su cabeza. Prometió no entristecerse más. Aún así, cada vez que veía las luces del árbol aparecía el recuerdo de sus hijos y sus ojos se humedecían y sentía nuevos alfilerazos en la nariz.
Esa noche confirmó su convicción de que no todo podía perdonarse en Navidad y que esa fiesta también se hallaba irremediablemente envenenada por sentimientos negativos, como el deseo, el consumo, la frivolidad, el egoísmo y la venganza.
—¡Qué jodidos! Creen que con unos foquitos en las palmeras vamos a pasarla contentos —reprobó en silencio, luego de doblar por Muñoz y entrar a Carranza, encontrándose con esa hilera de palmeras iluminadas y observar cómo ésta iba perdiéndose a la distancia, fundiéndose en un punto de luz.
Eran las 8 de la noche del 24 de diciembre y todavía circulaban demasiados autos por las calles de la ciudad de San Luis Potosí. Muchas personas estaban dirigiéndose aprisa a los centros comerciales, con la intención de hacer sus últimas compras; otras andaban rumbo a bares y restoranes, donde beberían alcohol con sus amigos y brindarían por una fecha corrompida por el mercantilismo y los sentimientos negativos. A pesar de las penurias, había quienes medio resolvían las presiones del consumo gracias a los aguinaldos que obtenían en sus empleos; o bien, pagaban con tarjetas de crédito y contraían mayores deudas.
En la mayoría de las cabezas existía la idea de que debían obsequiar cosas y celebrar con vinos y manjares, a pesar de que sus conductas estuvieran gobernadas por la degradación. Ya verían como pagar el siguiente año. Era difícil sustraerse a las seducciones que los objetos ejercían sobre el ánimo de las personas. Como si hubiese unos hilos poderosos e invisibles que hicieran posible su funcionamiento, la maquinaria comercial gobernaba perfectamente y los aparadores de las tiendas ejercían su hechizo.
Más adelante detuvo el coche en un cruce y esperó la señal de pase. Llevaba encendido el radio y abundaban los anuncios con tonaditas navideñas. Todos invitaban a comprar, beber, comer, tener, celebrar.
Miraba entristecido las palmeras cuando rompió el silencio en que iban.
—Parecen soldaditos —dijo.
—¿Qué? —preguntó ella.
—Las palmeras. Mira. Son un ejército de soldaditos de luz. Creí que eran cerillos. Pero más bien parecen soldaditos en traje de gala.
Ella sonrió. Su expresión la hizo verse más hermosa. El labial color cereza y efecto húmedo transformaba su linda boca en un gajo de fruta. Su cara morena enmarcaba su sonrisa, sus dientes blancos y sus ojos gatunos. Iba guapa y perfumada.
—Pero faltan más adornos y luces. Mira cómo está oscuro. Es cierto que no hay dinero. Pero también roban mucho —afirmó y volvió a quedarse callado, sumido en sus pensamientos.
Ella portaba un recipiente con un guiso de rajas de chile con queso y crema. No era un platillo sofisticado, como aquellos que acostumbraban prepararse para festejar estas ocasiones. Pero sabía rico y no había para más. El último año habían sobrevivido de las clases que él difícilmente conseguía en colegios particulares y apenas obtenían lo necesario para alimentarse. Su negocio consistía en venta de artículos de plata y oro en oficinas de burócratas que acomodaban a crédito. También había quebrado, como muchos, con la devaluación de la moneda.
Ellos mismos dejaron de pagar la hipoteca de la casa. O comían o pagaban, esa era la cuestión. Habían optado por lo primero y tomaron el riesgo de que el banco les echara de la vivienda. Con frecuencia sufría con la idea de toparse con la escena de hombres arrojando sus muebles y cosas familiares a la calle. Sobre todo le afectaba imaginar cómo impactaría en los niños ver sus camas y juguetes puestos a la intemperie por abogados y policías.
A pesar de sus dificultades eran felices. Ella era solidaria y comprensiva. Todas las noches invocaba a sus santos y pedía su protección. Los niños eran pequeños y todavía no muy exigentes, de modo que con cualquier obsequio resolverían sus fantasías de levantarse al día siguiente y encontrar un regalo, puesto al pie del árbol por mágicos y misteriosos personajes.
Sólo quedaba el auto que utilizaba en su ahora quebrado negocio. Necesitaba un ajuste y llantas nuevas. Tendría que venderlo a cualquier oferta. De modo que no había forma de pensar en una cena con bacalao noruego, pavo relleno, galletitas untadas con caviar, pollo a la galantina, lechón a fuego lento, pistaches, quesos europeos, vino blanco alemán y alcoholes de marca, como esas cenas que anunciaban por radio. Sería suficiente con rajas de chile con crema, frituras de bolsa, cocacolas y aguardiente barato.
Aparte a casa de su madre irían sus hermanos y uno de ellos mantenía la tradición de esclavizarla a ella todo el día en la cocina, con objeto de conseguir un guajolote relleno y horneado. Él no compartía esa idea de meter a su madre todo el día a la cocina, pero tampoco encontraba solidaridad en sus hermanos. Además parecía efectuar ese trabajo con gusto, como si esperase obtener una bendición. O quizás estaba resignada a ejecutar esa labor para mantener a sus hijos reunidos esa noche con ella. Por otro lado, sus hermanos llevarían sus propios guisos; y ya, entre todos, disfrutarían una rica cena.
En el asiento trasero del coche viajaban sus dos hijos. Iban en silencio: el niño dormido y sujeto a una silla de viaje y la niña contemplando callada aquellas palmeras iluminadas y los coches. Al encender el pase del semáforo, quitó el pie del clutch. Lo hizo torpemente, de modo que el carro sacudió y hundió pronto el pie en el pedal para evitar un pare del motor. Detrás escuchó una enfrenada brusca de otro coche y un pitazo. Afortunadamente no sucedió un accidente, sólo que el guiso salpicó y unas gotas del caldo mancharon el pantalón de ella.
—¡Oye, ten más cuidado! Mira como quedé. Siempre tengo que andar como chacha. Es la última vez que me ponen a guisar este día —dijo, molesta.
—Disculpa. Te ves tan bonita. El próximo año compramos pura botana, chiquita —y le besó con ternura en los labios—. Con eso sería suficiente, nomás contigo y los niños —agregó.
Detrás de ellos tronó un desafinado concierto de claxonazos. Volvió a poner velocidad y arrancó. Ahora avanzaron suavemente por el pavimento. Éste parecía un estanque poblado con pescaditos de colores.
¿Y tú qué crees, cómo le iría a mi mamá? —preguntó—. ¿Habrán aceptado mis regalos?
Antes había vivido con otra mujer, con quien tuvo otros dos hijos. No había sido un buen divorcio. Cuando comenzó a salir con su actual esposa, su ex mujer comenzó a crear problemas para alejar a los niños. Un fin de semana los entregó con ropas mojadas con la intención de molestarlo. Utilizaba a los niños para impedir que sus hijos se involucraran emocionalmente con otra mujer, como si estuviese en peligro su cariño.
A fin de evitarles complicaciones emocionales, un día decidió ausentarse por completo y dejar de verlos. Pero su recuerdo le deprimía constantemente y de esa tribulación sólo salía con ayuda de su actual mujer y de los hijos de ambos.
—Pues ojalá que bien. Aunque ya sabes cómo es ella y quién sabe qué cosas les haya dicho a los niños —respondió, regalándole su mirada de gatita.
Desde que los abandonara, procuraba enviarles obsequios en esta época, quizás para neutralizar un sentimiento de culpa. Debido a la temporada, inevitablemente su recuerdo le afligía. Creía que sus regalos serían una forma de recompensarlos y alimentar en ellos un grato recuerdo de su padre. Sin embargo, ese año estaba limitado de dinero y sólo había podido enviarles unas baratijas, un sobre con billetes de baja denominación y una tarjeta.
Por otro lado, también se había visto obligado a dejar de pagar la hipoteca del apartamento donde aquellos niños vivían con su ex mujer. No era una construcción grande ni lujosa. Pero en el último año había dejado de cumplir con aquello que había asumido como su obligación.
—Cómo me hubiera gustado enviarles más regalos. Tú sabes, deseo lo mejor para ellos. A ver si no me los avientan. Tantas cosas que hubiera querido enviarles —dijo apenado.
Ella trató de animarlo:
—¿No dices que la felicidad no puede comprarse en una tienda? ¿Cómo puedes creer que unos regalos puedan hacer feliz a alguien o ganarse su cariño?
—Tienes razón —aceptó—. Así soy de contradictorio. Quisiera no serlo y no deprimirme por cuanto les falta. Pero no puedo.
Acongojada ella misma, intentó animarlo:
—Ya crecerán y tendrán su propio juicio.
Sin embargo, él continuó abatido por el recuerdo de aquellos hijos a quienes ya no veía ni era posible mantener contacto. Siguieron callados, escuchando los mensajes que apuraban a comprar, desear, pedir, satisfacer, beber, hartarse. Media hora después llegaron a casa de su madre. Todavía no estaban allí ni sus hermanos ni sus familias. Olía rico y la estufa proporcionaba un calor agradable. Fueron a acomodarse en una mesa de la cocina, donde la señora llenaba las entrañas de un guajolote con carne molida de res, pasas, aceitunas y almendras.
Impaciente se dirigió hacia un frasco de donde tomó un puño de almendras, las echó en la boca y preguntó:
—Y… dígame, ¿cómo le fue?
La señora miró a su hijo y restregó las manos en el delantal. Su movimiento expresó dolor. En sus ojos apareció un brillo, como si alguien hubiese incrustado en ellos unos vidrios.
—Hazte una cubita.
En sus palabras anticipó lo sucedido y él sintió un alfilerazo en la nariz y agua en los ojos. Tomó una botella de brandy y preparó una bebida con refresco. Miró a su mujer y le ofreció. Ella aceptó y después ambos estuvieron mirándose y dando pequeños tragos. Luego, estuvo dispuesto a escuchar, pero la tristeza estaba hundiéndolo en un pozo.
—Me fue mal. Y, por favor, ya no les mandes nada. Déjalos con su madre, que sepa entendérselas. Déjalos que hagan su vida con ella, como pueda.
Y agregó:
—Los niños estaban felices por verme y corrieron por sus regalos. Me besaron y abrazaron. “Abuelita”, me dijeron. Tomaron sus regalos y trataron de abrirlos. Uno de ellos hasta frotaba sus deditos.
Relataba con la vista puesta en un punto en el infinito.
—Su madre les pidió devolverlos. Les dijo: “devuelvan esos regalos”; y ellos obedecieron. Le pregunté por qué hacía eso, que los niños no tenían culpa de sus diferencias. Y me contestó que era por dignidad. Dijo que un día encontró a los niños llorando, porque iban a echarlos del departamento, porque no pagabas la hipoteca y no sabías como sacarlos de ahí.
Todo eso lastimaba el alma de su madre.
—Le dije: “Mira, es Navidad. No seas así de orgullosa. Hoy perdonamos todo.” Traté de hacerle ver que los niños no tenían culpa de sus problemas. Pero, es necia y orgullosa. Y pues… no aceptó.
Con voz entrecortada, recomendó:
—Mejor olvídate de ellos. Los niños son suyos. Ya el tiempo les curará.
Él sintió una liga en la garganta y otros desgarramientos en la nariz. Amaba profundamente a sus hijos. Pero debía aceptar distanciarse de ellos y dejar que la historia hiciera su trabajo. Tuvo deseos de llorar como si acudiera a sus entierros. Estuvo a punto de hacerlo y refugiarse en un sitio donde nadie lo viera. Podría retirarse al cuarto que ocupaba cuando había vivido de soltero en casa de su madre, echarse en la cama que ella todavía mantenía con ropa limpia, dormirse hasta el día siguiente o quizás emborracharse.
Sin embargo, en labios de su mujer descubrió un terrón de azúcar. Enseguida vio a sus hijos que entraban y salían de la cocina, sin saber de las cosas que sucedían a su alrededor. Ella y sus hijos le dieron ánimo para recuperarse.
Recordó los argumentos que su mujer le diera en el camino y de un sorbo bebió el contenido del vaso. Abrazó a uno de los niños y lo sentó en sus piernas, acarició su cara y olfateo su cabeza. Prometió no entristecerse más. Aún así, cada vez que veía las luces del árbol aparecía el recuerdo de sus hijos y sus ojos se humedecían y sentía nuevos alfilerazos en la nariz.
Esa noche confirmó su convicción de que no todo podía perdonarse en Navidad y que esa fiesta también se hallaba irremediablemente envenenada por sentimientos negativos, como el deseo, el consumo, la frivolidad, el egoísmo y la venganza.
Publicado por Moléculas de Cafeína. Historias para tomar con café.
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