Mario Levrero: la búsqueda de redención por el lenguaje


“Me había convertido en un ser fantasmal que avanzaba tambaleante; sin embargo,  a pesar del hambre, el sueño, el dolor y los mil motivos de desesperación acumulados, había logrado liberarme de todo sentimiento, de toda sensibilidad, y me había aferrado a la única idea en la que creía firmemente: que sólo se trataba de un torneo de resistencia, entre ese lugar y yo.” (Mario Levrero, El lugar, “Trilogía involuntaria” Ed. De Bolsillo, Buenos Aires, 2018, pág. 386).


Corrían el final de la década del setenta y los tempranos años ochenta cuando la revista El péndulo (dedicada en aquella última etapa de la dictadura a las especies literarias de ciencia ficción, literatura fantástica y también al cine) publicaba relatos de Mario Levrero (Montevideo, 1940-2004). Los textos a los que pude acceder entonces fueron para mí la puerta de entrada a un mundo de perfección literaria y angustia al mismo tiempo. Un mundo tan desbordante como asfixiante y a una concepción literaria tan  personal como potente. 



Hoy, la edición del volumen que reúne las tres primeras novelas del autor uruguayo, bajo el título de Trilogía involuntaria, con los prólogos respectivos al final –de forma tal que no sesgan en modo alguno la lectura- permite volver a las primeras novelas del autor uruguayo y apreciar los elementos comunes entre ellas. Tal unidad permite advertir las preocupaciones que constituyen el eje de los referidos opus, en los cuales sin embargo existen numerosas diferencias que fincan en determinadas situaciones y algunos motivos.


La consideración de la obra de Mario Levrero por parte de muchos de quienes se refieren a ella aparece sesgada por referencias biográficas y la personalidad del escritor, así como el lugar inclasificable –como si un autor debiera poder ser clasificado- que se le adjudica en la literatura.


No obstante, salvo el hecho de señalar que Jorge Mario Varlotta Levrero (tal su nombre completo) se consagró enteramente a la literatura, renunciado a cualquier otro anhelo o actividad que pudiera interferir con su producción, obviaremos toda referencia biográfica en este somero abordaje –que merecería un análisis mucho más profundo- de sus primeras novelas: La ciudad, (1966), El lugar (1969) y París (1970), que integran el volumen de referencia. Son obras que valen por sí mismas, por su propia originalidad y es necesario pensarlas más allá de todo supuesto condicionamiento biográfico.


Con respecto a la orientación dentro de la cual es posible ubicarlo se inscribe en la línea de Felisberto Hernández y Juan Carlos Onetti, aunque la influencia central es la de Kafka, particularmente de sus obras América y El Castillo.


Caminos sin posibilidades


En La ciudad  el personaje se encuentra súbitamente en una casa en ruinas, que en la primera descripción luce en buenas condiciones pero cuyo estado, unos párrafos más adelante, es el de un completo abandono. El personaje decide ir al almacén en busca de algo para comer y comienza a caminar en plena noche. El camino, que habrá de ser, extenso y azaroso, le deparará extrañas sorpresas, el encuentro con inciertos personajes y un entorno inesperado.


El lugar comienza describiendo detalladamente el despertar del narrador, que se descubre en una habitación desconocida; dicho ámbito constituye una pieza más de un laberinto formado por otras habitaciones en done encuentra personas extrañas con las cuales no puede darse a entender. Infiere que, como él, dichas personas han aparecido en ese espacio ignorando las circunstancias por las cuales eso ha sucedido. Todos buscan una salida que parece imposible de encontrar y si finalmente la encuentran, como sucede al personaje, lo que habrá de sobrevenir habrá de ser mucho peor que aquello que dejó atrás.


Paris comienza con la llegada del personaje a la ciudad que da su nombre a la novela. Vuelve a una metrópoli oscura y fantasmal en la que quizás no estuvo nunca y es llevado a un asilo-cárcel del cual no puede salir salvo volando con las alas que lleva a su espalda y que lo remontan no cuando él lo desea sino cuando ellas espontáneamente se extienden. Una gran bandada de seres alados surca el cielo de la ciudad, próxima a ser ocupada por los alemanes, pero el protagonista, demorado por una incitación erótica –como todas, destinada a no concretarse- no puede seguirlos. En ese entorno opresivo es obligado a alternar con una serie de tenebrosos personajes y a hacer cosas que no desea y cifra sus esperanzas en la posibilidad de emprender un vuelo que lo saque de ese lugar, sin saber siquiera a dónde habrá de ir luego.   


Las constantes temáticas


Lo que caracteriza y define a los personajes –que siempre carecen de nombre- es el permanente movimiento y lo que les sucede a partir de sus desplazamientos. Buscan –por medio de un proceso básico de deliberación- salir de un lugar y una situación para regresar a algo que no saben qué es ni a dónde queda, pero a lo cual pugnan por regresar para dejar atrás una situación inexplicable y de absoluta precariedad.


Los ámbitos por los que transitan en ese angustiante derrotero se modifican permanentemente y allí todo es inexplicable:


“Con la mano derecha debe ir rozando la pared; tocará tres aberturas, que corresponden a tres corredores que se abren hacia la derecha; pero debe seguir el tercero, ignorando los otros dos…no le recomiendo que encienda fósforos, u otra clase de luz; le puede traer problemas. Contará cuarenta escalones, separados por tres descansos, debe torcer a la derecha, pues la escalera tuerce; si sigue de largo se perderá, puesto  que hay otros corredores y otras escaleras” (Mario Levrero, La ciudad, “Trilogía Involuntaria”, pág. 129.)


No hay ideas de largo alcance, ni reflexiones profundas: todo se reduce a decidir un rumbo u otro, sobrellevar algo desagradable y salir de ello, lo que conduce casi inexorablemente a otra cosa peor.


Las casas parecen crecer para adentro y determinados espacios –como la estación de servicio en La ciudad–  obedecen a formas incongruentes con la percepción de esos lugares que el personaje tiene encontrándose adentro. Si hay mapas o libros que puedan proveer alguna información acerca del lugar en el que se encuentra, se hallan escritos en idiomas extraños y marcados por indescifrables signos y la comunicación casi nunca es posible: o los otros personajes hablan lenguas diferentes o son esquivos y ocultan algo.


El personaje-narrador también cambia sin saberlo, ya que no puede contemplar su imagen porque nunca dispone de espejos y sólo le llegan referencias de los cambios corporales a partir de lo que antojadizamente otros personajes le dicen.


             En el centro de la concepción literaria está la permanente negación del ser y de la persona, de su núcleo más íntimo y propio, de su identidad, de las posibilidades de un proyecto estable y de encuentro con otro. El personaje carece de un ámbito de sentido, de recuerdo, de adherencia al presente tanto como de memoria, con lo cual también carece de posibilidad y de futuro: todo es peripecia en un mundo incomprensible donde no hay calma, consuelo ni gratificación alguna.


            Sin embargo, este núcleo adquiere distintos modos de enunciación: en La ciudad –demás está decir que la ciudad a la que alude el título no existe- la narración describe detalladamente actos mínimos, como el despertar, con una serie de connotaciones que ponen al lenguaje en primer término.


            De este modo, la perfección de un lenguaje que en apariencia es  simple, adquiere centralidad y nos sumerge en el puro placer de la lectura y del manejo del idioma por parte de alguien que aparenta escribir dejando manar libremente su imaginación, pero que no obstante concibe al lenguaje que muestra a esa fluidez con una belleza opuesta a la fealdad y terribilidad de todo aquello que describe y narra.


            Quizás sea en este aspecto donde es posible encontrar el enorme talento de un escritor tan imaginativo como consciente de la materia de un lenguaje que le resulta tan íntimo como su propia inextinguible imaginación.

            Franz Kafka murió en 1924, cuando, entre ambas guerras mundiales, se producía el surgimiento del existencialismo: la suya es una literatura alegórica que expresa la negación, lo incomprensible, lo oscuro e incontrolable y la fantasía sirve a dicha impronta destinada a poner en evidencia la infinita postergación y el absurdo:


            La literatura que responde a los postulados del existencialismo descansa, en cambio, sobre una base realista: Sartre, Camus, nuestros Haroldo Conti (En vida) o Ezequiel Martínez Estrada, con relatos tan memorables como En tránsito o La inundación. Levrero lleva el existencialismo hasta sus últimas consecuencias:


“Estaba en un lugar que no era el que me correspondía; y aunque en mi vida anterior más de una vez había sentido lo mismo, aquí  se hacía más evidente y tangible.” (Mario Levrero, El lugar; ob. cit., pág. 280).


Plasma la ausencia de sustancia desde lo alegórico, usa de la ruptura de la realidad para afirmar el sin sentido, la ausencia de norte y de posibilidad, el acto de existir como pura azarosa contingencia. Si hay algo a lo cual asirse no podemos llegar a él y la vida se agota en ese estéril tránsito.


“Así, la sensación de estar atrapados que expresan sus protagonistas, el aire de intemporalidad que respira el paisaje, la atmósfera de espera desesperada y la propia poética de su estructura narrativa en la trama avanza más a golpe de azar que a impulsos de la tradicional secuencia de causa-efecto.” señala con todo acierto Constantino Bértolo en el prólogo de París. Ob. cit. pág. 461


            Una existencia no deliberada sino azarosa, divorciada de toda relación entre los actos y las consecuencias y arrojada al más puro azar: tal es la concepción de la vida y de las cosas así como de la condición del hombre. No hay respiro, no hay consuelo pero la lectura nos impulsa con enorme fuerza en pos de una esperanza que nunca termina de vislumbrarse. 


         La condición humana parece circunscripta a la aceptación de la desesperanza.


“Si usted cambia esa desesperación actual por una calmada desesperanza, habrá obtenido algo que muchos humanos anhelan.” (Mario Levrero, París, ob, cit., pág, 348


Tal estado parece ser la condición de normalidad: no es teniendo grandes aspiraciones sino resignándose a que nada sucederá como será posible domar la desesperación que implica saber que nada trascendente nos está destinado.


La redención más allá de la escritura


Como la de Martínez Estrada, la concepción narrativa de Levrero es desoladora: salvo la escritura no hay nada a lo cual asirse en el permanente naufragio que es la vida en la cual, sin embargo, hay algo que permanece siempre a flote: la propia escritura destinada a expresar el sin sentido y, con ella, al escritor capaz de producir esa escritura:


“Mis manos siguen escribiendo y voy leyendo lo que escriben con rara fascinación. De pronto las veo como seres independientes, y siento un nudo en la garganta y ganas de dar un alarido” (Mario Levrero, El Lugar, ob. cit., pág. 306).


La escritura es independiente y herramienta de un hallazgo ante el cual el personaje se horroriza. Si lo hace es porque en su mente abriga la idea de que algo mejor es posible de encontrar en alguna parte y por encima de esa escritura.


En los pocos años que han transcurrido desde la muerte de Levrero hasta hoy el mundo se ha tecnificado a un extremo casi absoluto y nos ha hecho prisioneros de la tecnología, las herramientas informáticas y el mundo global. Según como se lo vea es la ampliación de nuestros horizontes o una pesadilla en la que estamos atrapados. Ello nos abre a una nueva cuestión: la certidumbre de que es el sentido humano, la moral y la idea de libertad lo único capaz de utilizar las cosas en un sentido liberador o convertirlas en una pesadilla.


La concepción de Levrero sigue vigente en otros términos, pero a ella podemos oponer la lucidez, la esperanza y el sentido humano que en el mundo de sus personajes no existe.


Si damos un paso más allá, quizás encontremos que el sentido último de su literatura no era el encierro de sus personajes sino la belleza y plenitud del lenguaje de un gran escritor.  


Eduardo Balestena


A la memoria de Alberto Sordelli (1960-1998) que tanto gustaba de las obras de Levrero

Un comentario en “Mario Levrero: la búsqueda de redención por el lenguaje

  1. “Cambiar la desesperación actual por una calmada desesperanza” creo que es esta calma la que nos da la existencia. Gracias Eduardo Balestena por esta entrega que me causa una emoción que llevo en mi de hace tiempo y que muchas veces me ha acercado al escepticismo y hoy esta tú aportación me lleva a renacer, existencialmente hablando.
    Muy agradecido: Domingo Rito Maldonado Rodriguez.

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