Las llaves de ese secreto


El ataque del imperio japonés del 7 de diciembre de 1941 a la base de Pearl Harbor, sus aeródromos subsidiarios y Honolulu es un tema para mí recurrente –por no decir obsesivo- desde que, varado en la Patagonia por la cuarentena obligatoria, en marzo/abril de 2020, varias veces vi la película ¡Tora, Tora, Tora! en un viejo televisor de veinte pulgadas.

Al regreso a mi casa, conseguir la película debió ser la segunda o tercera cosa que hice. Comencé a investigar el tema desde esa óptica, circunscribiéndolo a las circunstancias políticas de la época, la referencia a información acerca de los buques atacados, los lugares y el modo en que transcurrió la agresión.

Sólo fue cuando la revista Élite publicó el artículo que escribí en diciembre de 2021, en ocasión del ochenta aniversario del ataque, que el punto de visión cambió radicalmente.

Sucedió que al leer dicho texto, mi amigo Carlos Ure mencionó el libro El secreto final de Pearl Harbor (la contribución  del gobierno de Roosevelt al ataque japonés), del contralmirante Robert A. Theobald (1954) donde se sostiene la tesis de que tanto la política exterior del presidente Roosevelt (Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas), como distintas medidas y determinadas prácticas, estuvieron destinadas a inducir el ataque y a que fuera llevado a cabo exitosamente para que, rompiendo con la postura aislacionista que prevalecía en Estados Unidos de Norteamérica, el país entrara en la Segunda Guerra Mundial. Se conocía perfectamente hasta el día y la hora de ataque, así como la magnitud de la fuerza que lo llevaría a cabo.

Algo semejante había sucedido en 1861, cuando el entonces presidente Abraham Lincoln maniobró de forma que fuera el sur quien atacara en Fort Sumter a las tropas de la confederación e iniciase las hostilidades.


Contralmirante Robert Theobald

Ficción, no ficción

Fue una frase de ese libro la que disparó la escritura de mi última novela, Las llaves de ese secreto. La frase en cuestión era del almirante William Standley, que fue miembro de la primera comisión que investigó la agresión: “Mientras me hallaba en mi casa de San Diego, Estado de California, recibí a las 10.00 del 17 de diciembre de 1941, un telegrama…” El llamado le comunicaba que sería miembro de la comisión Roberts.

A partir de ese punto, leído y fichado el libro de Theobald, que, como capitán de un destructor, estuvo en el ataque, la novela irrumpió y se escribió a través de mí a lo largo de un mes.

Inventé un personaje que sería el asistente del almirante Standley, que es el narrador de la historia, uno que, casi desde el principio, se independizó de los sucesos centrales e hizo su propio camino.

La acción sigue a la investigación: los hechos ya sucedieron pero hay que determinar de qué modo y cómo se desarrollaron y poder responder a las preguntas: ¿Cómo pudo pasar? Y ¿Puede algo de esa magnitud ser responsabilidad de sólo dos personas, el comandante de la base y el de la flota del pacífico?

La novela comienza, entonces, por el final.



La secuencia inversa

En una narración histórica, los hechos suelen ser tomados desde el comienzo hacia su desarrollo y final y al enumerarlos son explicados de determinada manera, una que se da por sentada y a la cual nunca se pone en tela de juicio.

De este modo, el expansionismo de la dictadura del ejército que gobernaba Japón, la ocupación de territorios en China y la Indochina Francesa, encontraban una amenaza en la presencia norteamericana en esas latitudes, con la Flota del Pacífico anclada en Pearl Harbor –a manera de disuasión- y un ejército en Filipinas.

En esta lógica, ante la intención de formar un imperio en Asia y oponerse a la política de Estados Unidos, neutralizando el poder naval norteamericano durante al menos seis meses, podría consolidarse dicho imperio y colocar a Norteamérica en la necesidad de negociar con él. La mejor manera –según el plan del almirante Ysoroku Yamamoto- sería llevar a cabo un ataque sorpresivo a la Flota del Pacífico. El postulado era por sí mismo muy discutible, en un momento en que eran los portaviones y los aviones quienes decidirían la batalla, y no los acorazados, el propio ataque era una prueba de ello.

Esta es, poco más o menos, la versión oficial, a la que se agrega toda la información histórica sobre los sucesos.

La novela empieza por el final, el 17 de noviembre de 1941, cuando todo esto ya había sucedido y la comisión Roberts, la primera que investigó los hechos en el lugar donde se produjeron y apenas sucedidos, comenzaba a sesionar.

La novela histórica, o de tema histórico, implica dos operaciones: organizar hechos dispersos, causales o vinculados a la situación política del momento, en una estructura narrativa y hacerlos verosímiles y que de allí surja una explicación nueva y diferente. De otro modo, tal  narrativa no tendría un interés mayor que la historia misma, que ya es conocida.

Es precisamente lo que sucede en este caso.


Isla Ford y línea de acorazados

Lo oculto y lo evidente

Varias cosas surgen con claridad ante esta ruptura del discurso conocido: que la primera comisión investigadora estuvo encaminada a determinar las responsabilidades de los comandantes militares, especialmente los de Hawai, y no a las autoridades de Washington; que al menos dos veces (en enero y octubre de 1941) habían tenido conocimiento –por dos vías diferentes- de las intenciones de los japoneses, y que, desde antes de 1941 eran descifrados los mensajes escritos por medio del complejo “Código Púrpura”, entre el gobierno japonés y sus embajadas y organismos diplomáticos, pero que esa información crucial no era remitida a los comandantes de Hawai, ni por vía de mensajes cifrados ni por entregas por medio de emisarios, como sucedía con aquellos que se encontraban incluidos en la lista de entregas elaborada por la marina y el ejército. Es decir que ellos, deliberadamente, se encontraban excluidos de la lista de destinatarios.

La Flota del Pacífico había sido enviada en abril de 1940, de su asiento en San Diego a Pearl Harbor, argumentando que ello tendría un efecto disuasivo; sin embargo, estando anclada en Hawai , Japón invadió la Indochina Francesa, es decir que la presencia de la flota no incidió en nada en la política de Japón.

La escuadra no estaba en condiciones de navegar por carencia de los trenes de suministro necesarios; las condiciones de seguridad eran inferiores a las mínimas –como lo demostró el ataque- y ello la convertía en un señuelo para los japoneses. El almirante Richardson, jefe por entonces de la flota, insistió sobre estos puntos en varias oportunidades; súbitamente fue relevado de su comando.

Si pusiéramos estas circunstancias como comienzo de la narración de lo acontecido, ello no permitiría concluir que se trató de un ataque por sorpresa. El sentido se invierte al incluir estos hechos.

El problema que se nos presenta entonces es el de la argumentación y la pregunta sería: ¿cómo se acepta como cierta una versión que a la cual el rigor de los argumentos no permite llegar?

Dos instancias

Si bien el motivo central de la novela es el ataque, sus causas y lo que sucedió después, su verdadero tema es la verdad, la posibilidad de acceder a ella y de hacerla valer, lo que conlleva la pregunta por la credibilidad general que se instala en base a una versión falaz.

La argumentación es el presupuesto de este proceso destinado a averiguar la verdad; ésta no consiste en una versión creída por consenso sino en que los enunciados de los hechos coincidan con lo efectivamente sucedido y sea posible explicarlos por el modo en que un indicio o un suceso pueden calzar en otro y llevar a una conclusión.

Hay dos grandes partes, una podría ser llamada de investigación/reflexión –transcurren en distintas secuencias y lugares: San Diego, Oahu, Washington, en 1941, 1942 y 1951- y la otra de Significación/conclusión –que transcurre en Provincetown, Nueva Inglaterra, 1970-.

Una de las partes es coetánea y contemporánea a los hechos. Es allí donde se producen los hallazgos que permiten llegar a una conclusión que no es políticamente correcta. La otra los ubica en la perspectiva del tiempo y de aquello que se logró preservar: el secreto, la falsa versión, el consenso.

Las dos partes se integran en un solo propósito que guía a Peter Welch, el personaje central: imponer esa verdad que surge de los propios hechos y que los explica en su totalidad.

Se trata de un mecanismo compuesto por numerosas piezas, muchas de ellas desconocidas por quienes sostuvieron la versión oficial: el interés de Tokio por conocer la exacta ubicación de los buques en la base de Pearl Harbor, que surge de muchos de los mensajes descifrados; los mensajes del “Código de los vientos” –el correspondiente a las hostilidades entre Japón y Estados Unidos era “Viento del este Lluvia” y de “Las palabras ocultas” –la palabra correspondiente al inicio de las hostilidades con Estados Unidos era “Minami”. De ambos surgía que la guerra estallaría pronto entre Japón y Estados Unidos. No obstante, a los comandantes de Hawai se les ocultó –sistemáticamente- esa información.

Unida al interés por conocer la ubicación de los buques en Pearl Harbor, la conclusión posible es solo una: se sabía perfectamente que, una vez terminado el plazo de la negociación diplomática, se produciría el ataque. Un mensaje había alertado que a partir de entonces “las cosas ocurrirían automáticamente” pero que debía darse la impresión de que aún podía encontrarse una solución diplomática.

Mientras la información era metódicamente ocultada a los comandantes de Hawai, les fueron cursados dos avisos sobre la inminencia de las hostilidades, pero señalando que se esperaba que se produjeran en escenarios distantes, como la Península Kra o Borneo. Se trataba de avisos generales, de carácter ambiguo, no acompañados por medidas concretas de preparación y alistamiento, como hubiera correspondido.

El 26 de noviembre el gobierno había intimado a Japón –por medio de lo que se conoce como la nota Hull, por el Secretario de Estado que la redactó-  a retirarse de China como requisito para descongelar los activos japoneses en Estados Unidos y levantar el embargo de insumos, como respuesta a la política imperialista de Japón en China.

El mensaje 901 de Tokio a la embajada japonesa en Washington alertaba acerca de que la respuesta a la nota Hull sería remitida en un largo mensaje en 14 partes, de las cuales 13 fueron siendo recibidas y decodificadas a lo largo del sábado 6 de diciembre. Apenas entregadas las transcripciones de las primeras  13 partes Roosevelt dijo a Harry Hopkins, su secretario: “esto significa guerra”, sin embargo la inacción del gobierno fue absoluta: no se adoptó ninguna medida ni se cursaron comunicaciones a los comandantes de Hawai.

La decimocuarta parte llegó entre las 4 y las 6 de la mañana del domingo 7 de diciembre y estaba acompañada por la indicación de que el mensaje debería ser entregado a la hora 13 al Secretario Hull y que debían ser destruidas las máquinas de cifrar y todos los documentos secretos.

Tres veces antes, en la historia, los japoneses habían iniciado hostilidades sincronizando la entrega de un ultimátum con un ataque sorpresa. Aun sabiéndolo, ni el Jefe del Estado Mayor General del Ejército –general Marshall- ni el Jefe de Operaciones Navales –almirante Stark-  alertaron por ningún medio adecuado a los comandantes de Hawai ni dispusieron medidas concretas de alistamiento.

“La verdad no era para el conocimiento público”

Tal es el título del capítulo del libro de Theobald que se ocupa de la actividad de las ocho comisiones que investigaron los hechos.

En el caso de la primera, fue constituida apresuradamente y, pese a las graves irregularidades que hubo durante su trabajo y a la disidencia del almirante Stadler, sólo responsabilizó a los comandantes de Hawai, quienes fueron removidos de sus cargos antes de que la comisión hubiese determinado si tenían o no responsabilidad alguna.

Las siguientes, del Ejército y la Marina, en cambio, responsabilizaron a las autoridades de Washington, al Jefe del Estado Mayor General del Ejército, general Marshall y al Jefe de Operaciones Navales, almirante Stark y otros cuadros superiores. El paso siguiente era que las secretarías de Guerra y Marina fijaran y aplicaran las sanciones correspondientes. En lugar de eso, formaron otras dos comisiones destinadas a presionar a los testigos de las anteriores para que modificaran sus testimonios, lo que finalmente sucedió.

Cuando fue formada la Comisión Bicameral del Senado, sus autoridades decidieron incorporar, alcanzando la inmanejable cifra de 40 tomos, toda la documentación de las comisiones anteriores para que las pruebas de cargo, que antes habían permanecido clasificadas, se diluyeran en esa masa de papel.

La mayoría demócrata manipuló eficazmente las audiencias, la minoría republicana fue ineficaz en los interrogatorios y los únicos responsables volvieron a ser, para la mayoría, el almirante Kimmel y el general Short, como si un desastre de semejante magnitud pudiera ser responsabilidad de dos personas.

En sus diarios, el Secretario de Guerra, Henry Stimson, detalló todas las circunstancias relativas a tan aciago período. No obstante, la Comisión Bicameral no solicitó su inclusión como anexo documental. Ello, señala el contralmirante Tehobald, así como el denominado “Archivo de la Casa Blanca”, con todas las comunicaciones entre el presidente Roosevelt, el general Marschal , el almirante Stark y las más altas autoridades de Washington, son las llaves de ese secreto que oculta las verdaderas razones y circunstancias por las cuales el ataque se produjo.


8 de diciembre de 1941, el presidente Roosevelt pronuncia su discurso luego del ataque a Pearl Harbor

“El día que vivirá en la infamia”

El mensaje de Tokio debía ser entregado precisamente a la 1 p.m. media hora antes del ataque. Se sabía que por el horario elegido, el objetivo no podía ser otro que la base de Pearl Harbor.

La longitud de dicho mensaje, la decodificación, traducción y tipeado hicieron que la entrega se demorara, produciéndose cincuenta minutos después del ataque.

De ese modo, el ataque fue “sorpresivo”.

Ello y el discurso del presidente Roosevelt señalando que el 7 de diciembre de 1941 era una fecha que vivirá en la infamia, instalaron en la opinión pública el carácter sorpresivo que tan útil fue al gobierno, porque ya en tiempos de guerra, se hizo imposible volver sobre las medidas injustas tomadas contra los comandantes de Hawai antes de producirse toda investigación y todo el esfuerzo fue el bélico.

La infamia, en efecto, fue tal, pero no se trató de aquella a la que se refirió el presidente Roosevelt, sino que residió en una política que costó un altísimo número de vidas, pérdidas materiales y recursos, para forzar la entrada en una guerra que de todos modos era inevitable.

Eduardo Balestena

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