Hacia un destino manifiesto

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El Maine, barco de guerra que hacía poco tiempo que era estrenado por Estados Unidos, navegaba tranquilamente sobre las aguas de Cuba el 15 de febrero de 1908 cuando de pronto, una ensordecedora explosión partió la nave en dos, quitándoles la vida a 250 marinos.

La causa del estallido nunca se supo con certeza, pero muchos americanos optaron por la explicación más sencilla: “Traición española”, que comenzó a clamar el Journal de Nueva York, siendo aceptado por el resto del país.

Sin embargo, las diferencias con España databan de más de una década. Una rebelión guerrillera asolaba a Cuba y más de 50 millones de dólares invertidos en azúcar y tabaco cubanos estaban en peligro. Así pues, los reportajes de la prensa hablaban de las atrocidades que cometían los soldados españoles y ello enardecía a la opinión pública.

William McKinley, presidente electo en 1896 prometió que no apoyaría ninguna “tontería patriotera”, como el envío de tropas al extranjero; pero cuando el Maine desapareció su postura cambió de manera radical. El  25 de abril el Congreso declaró la guerra. Los primeros cañonazos retumbaron hasta el otro lado del mundo, y una fuerza naval encabezada por el comodoro George Dewey, atracó en la bahía de Manila el 1° de mayo. Así, la escuadra española, que estaba mal entrenada y escasa de armamento tenía pocas probabilidades de ganar, y Estados Unidos solamente registró ocho heridos.

Una fuerza invasora arribó a Cuba con órdenes de demoler la defensa del Puerto de Santiago. 17 000 soldados ansiosos pero mal preparados, con uniformes pesados de invierno y artillería obsoleta arribaron. Con todo, el 1° de Julio arremetieron contra las baterías de defensa, mientras que la defensa española intentó entablar batalla, pero dos días después, fueron derrotados.

Esta fue llamada “La última guerra entre caballeros” por algunos historiadores, tanto por la ciega disciplina y el estoico heroísmo de los marinos españoles, como por el comportamiento de los americanos para con sus prisioneros.

Finalmente, en 1898, España cedió Cuba, Puerto Rico, Filipinas  Guam a Estados Unidos, quien indemnizó a la regenta española, con 20 millones de dólares.

De esta manera, Estados Unidos se preparaba para convertirse en el Imperio Americano; y con obras como Destino Manifiesto (1885) de Fiske y La Influencia del poderío marino sobre la historia (1890) de Maham, aunado a los artículos periodísticos que alimentaban la opinión pública con encabezados antihispanos, resultaron ser la fórmula perfecta para aumentar el ego de este país.

Muy pronto, también tuvieron en su poder el archipiélago de Hawai. Potencias europeas ya contaban con imperios ultramarinos y Estados Unidos no se quedó atrás.

 

Las consecuencias y responsabilidades adquiridas no se hicieron esperar: en Filipinas surgió un poderoso movimiento que se convirtió en rebelión armada, por lo que McKinley estuvo dispuesto a civilizar y cristianizar a los filipinos, enviando más tropas; pero este logro le llevó más de 4 años y mucho derramamiento de sangre antes de poner fin a la revuelta.

Estados Unidos se comprometió a alcanzar todos los rincones del mundo y no permitir que otra nación controlara el mercado chino; en 1900 declaró las políticas para negociar con el pueblo. No obstante, los miembros de una antigua sociedad patriótica china, denominados “los bóxers” decidieron expulsar a los diablos extranjeros, comenzando a asesinar residentes occidentales.

Finalmente, el imperio americano tuvo que unirse con los países europeos y enviar tropas para detener la violencia.

 

Una joven nación comenzaba a incursionar en los tortuosos caminos de mantener orden en el mundo

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