Durante los albores del Siglo XX, París era la capital del mundo ilustrado, no en balde se le conocía como “La ciudad Luz”. Europa era el centro de atención, el centro de las decisiones y de modernidad. Para ese año, el mundo entero vivía en un tipo de europeización, y éstos, se sentían orgullosos de tener el poder suficiente para influir sobre sociedades menos afortunadas. Así pues, las poblaciones de Asia, África, Oceanía y América recibían con mayor o menos agrado los beneficios de la civilización potencial, viendo cómo transformaban aspectos de sus antiguas culturas con avances tecnológicos que, para algunos parecía cosa de magia. Con el tiempo, los demás continentes tomaron de Europa sus costumbres y su civilización, como la forma de vestir, los deportes y la comida.
Una de las poblaciones de Europa era Gran Bretaña, cuya amplia extensión territorial estaba gobernada por la mano dura de la Reina Victoria; sin embargo, murió al año siguiente de dar la bienvenida al último siglo del segundo milenio.
Alemania luchaba por colocarse entre las grandes potencias europeas, ya que su creciente prosperidad comenzaba a notarse, resultando amenazante para otros países industrializados.
No podemos olvidar mencionar a la Rusia, regida en ese entonces por Nicolás Alexandróvich Romanov II, y dominada por los terratenientes. Época en que obreros y campesinos sobrevivían a jornadas de más de 12 horas de trabajo, sin seguridad social y ante las inclemencias del tiempo.
Importantes avances técnicos cerraban el siglo XIX y las enormes expectativas de bienestar provocaban el inicio de siglo. El mundo se volvía de cabeza entre los trenes, el teléfono, la energía eléctrica y la sanidad pública, que habían mejorado la vida cotidiana, mientras que auguraban más inventos y descubrimientos. Los tiempos en los que se requería el trabajo de 10 campesinos para alimentar a un solo habitante de la ciudad quedaba atrás; las cifras se invirtieron y un campesino, ayudado por la tecnología fue capaz de producir los alimentos necesarios para una decena de personas.
Sin embargo, la incertidumbre y desilusión se percibía en las manifestaciones artísticas, que comenzaban a romper el arte tradicional y las nuevas vanguardias afinaban la crítica social. Por su parte, la filosofía se preguntaba en dónde quedaba el ser humano y si este nuevo estilo de vida, automatizado y mecanicista, que avanzaba a pasos agigantados, realmente llegaría a ser un beneficio para la humanidad.