Canción de la cumbre cargada de cielo;
Canción de la cumbre serena y hermosa;
Canción de la cumbre con ansias de vuelo;
Por General Brig. Gabriel Cruz González
15/10/95 Después de unas pausas en que era necesario hacer diferentes comentarios de actualidad, continuamos con nuestra historia del café.
La “Tierra prometida” del café, estaba al otro lado del Atlántico. Los holandeses, que lo llevaron hasta el lejano mar de la sonsa y lo empezaron a cultivar en su Guayana en 1714. Las primeras plantaciones en Jamaica, surgieron en 1719. Y más tarde en 1723, el marinero Gabriel Mathieu de Clieu lo llevó a la Martinica, punto de partida para su difusión en América. Posteriormente se extendió por Santo Domingo, Cayena y Guadalupe.
En 1748, José Antonio Galabert lo introdujo a Cuba. Y floreció rápidamente en otros países del continente americano: México, Puerto Rico, Venezuela, Colombia, Bolivia y Brasil.
Muchos pueblos prosperaron merced al cultivo y exportación del producto, como Brasil, donde llevó la semilla el capitán Pelheto. El emperador Pedro I. ordenó que el escudo de este país llevara las armas abrazadas por dos símbolos: una de café y otra de tabaco, siendo célebre hoy en Río de Janeiro por su aristocrático café, “La llave de oro”.
Brasil es el mayor proveedor del indispensable producto. Proporciona más del 50% de consumo mundial.
A principios del siglo XVIII John Smith, fundador de Virginia, llevó la planta a los Estados Unidos donde curiosamente es el mayor importador. No en balde los estadounidenses consideran el café, como su “bebida nacional”, aun cuando no se produzca en su suelo. Y más allá de los mal llamados pueblos “latinos”, el café a invadido hasta la fría y sajona Nueva York.
De sobra conocido es que en una visita que hizo a esa ciudad Guillermo Prieto, “el Fidel” célebre autor del romancero nacional, trató en el “café delmónico” a los literatos venezolanos Juan Antonio Pérez Bonalde y Jacinto Gutiérrez Coll, así como a los cubanos hermanos Agramonte deleitándolos con sus versos. Su musa callejera quien paseó triunfal por las heladas avenidas de la gran urbe de acero. Y quizás hasta la tornó un poco soñadora.
El café soluble lo inventó un japonés en 1711 y en esa forma lo utilizó el ejército norteamericano al terminar la primera guerra mundial.
La innovación volvió a ser lanzada al mercado por un perfumista neoyorkino en 1933. Y finalmente, desde 1945, se impuso a todas las resistencias. Hoy, invade el mundo merced a la famosa cucharadita que contiene los “43 granos del mejor café”. “Según nos cuentan”.
Si los marselles lo consideraron en un momento “bebida perjudicial”, tiene hoy la categoría de “bebida para intelectuales”. Tal vez porque no posee ninguna cualidad alimenticia. Lo cierto es que Beethoven empleaba exactamente sesenta gramos para cada taza. Y Balzac escribió muchas páginas tratando de aclarar y resolver “si es mejor aplastar los granos con un mortero o desmenuzarlos en un molinillo”. Las amas de casa, para no complicarse la vida, se limitan a adquirir en los supermercados, el frasco con el polvo que resuelve rápidamente sus problemas. Aun cuando el sabor deja mucho que desear.
Pero los bebedores del café (cuando disfrutan el buen café en sus tertulias). En realidad comparten el pensamiento de Balzac respecto de su infusión predilecta:
“Cuando el café llega al estómago todo se pone en actividad; las ideas avanzan como soldados de un gran ejército en el campo de batalla; la lucha se inicia. Los acuerdos llegan a paso de carga, lo mismo que abanderados en la vanguardia. La caballería ligera despliega un hermoso galope. Los artilleros de la lógica avanzan con sus cureñas y cartuchos. Las ocurrencias mentales actúan como tiradores en el combate. Las figuras del pensamiento se ponen sus mejores galas, el papel se llena de tinta y la batalla llega a su culminación terminando entre ríos de negras corrientes, lo mismo que una auténtica batalla se ahoga en el negro humo de los disparos”.
Es indudable la acción excitante; la sensación estimulante; el efecto renovador que produce. Nadie es capaz de llorar después de haber tomado una taza de café. Bueno, en los velorios tal vez. Pero en ellos no siempre priva la sinceridad, y además, el café que allí se sirve se mezcla con otra cosa, que no es ciertamente azúcar, aun cuando tenga el dulce sabor de la caña. Y con esto me obligo a terminar con el pensamiento que comencé.
Canción de la cumbre;
La escuchen los hombres;
Y vivían la vida cargados de pensamientos;
Y vivían con luz del conocimiento,
Llevando en el espíritu
Un ansia infinita de luz y justicia.
(SINUHE)